Páginas

Páginas

miércoles, 17 de junio de 2015

MI PÚBLICO ERES TÚ, SEÑOR.



Se hace difícil escapar a la propia vanidad de presumir y recibir elogios. Nuestro humanidad debilitada por el pecado se siente atraída e inclinada a la irresistible tentación de sentirse halagada y admirada por sus obras. Y, quizás, sin pretenderlo, nos dejamos llevar por esos deseos de apariencias y admiración.

Nuestro corazón, a pesar de esconder buenas intenciones, no resiste los embates del orgullo y la vanidad. En lo más profundo de nuestro ser, descubrimos sentimientos de humildad que nos animan a dejar de aparentar y a mostrarnos sinceros y en la verdad, pero la debilidad que supone la fuerza del pecado nos engulle, nos arrastra y nos somete a querer sobresalir y ser más que los demás. Entonces prima más nuestra ambición y vanidad.

Y eso condiciona nuestras buenas obras, porque, auto engañados, buscamos más el éxito personal que el amor de Dios. Ahí está el peligro, que nuestros actos y buenas obras estén movidas por mi ego personal que por el amor de Dios. Y eso me lleva a procurar e intentar que mis obras sean vistas y sirvan para lucirme y sean centro de admiración.

En primer lugar, perdón, Señor, y en segundo, ten compasión de este humilde siervo, limitado y sometido a las inclinaciones de su mal trecho corazón. Tú, Señor, sabes de mis pecados y mi vanidad, pero también de mi impotencia. Por eso te pido, Señor, que me liberes y me des la capacidad de la humildad, que me ayude a moverme por tu amor y no por mi vanidad.

Tú, Señor, conoces mis ambiciones e intenciones. Y sabes también que yo quiero ser y actuar tal y como Tú me dices y has enseñado. Pero me siento incapaz y atrapado por mis pecados. Dame la sabiduría, la fuerza y la motivación de esconderme a los halagos del publico, y guardarme solo para Ti. Que siempre, Señor, mi verdadero público seas Tú.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Compartir es abrirte, hablar de lo que piensas y conoces. Si lo haces, te descubres, y animas al otro a hacer lo mismo. En ese diálogo salta el encuentro y el conocimiento mutuo, y así puede, con mucha caridad, nacer la confianza y el respeto por el otro. Es la mejor manera de vivir y de poner en practica la Voluntad de Dios.