Posiblemente, eso no lo pensó el hermano mayor del hijo pródigo. Él llevaba mucho tiempo junto a su padre, pero no estaba en el corazón de su padre. El estar junto a una persona no significa que conozcamos bien a esa persona. Incluso, ni que sepamos quien es esa persona. Tampoco, el hermano menor llegó a conocer a su padre y a, arrastrado por la ambición y placeres de este mundo, se alejó del padre.
Igual sucedió con los discípulos de camino a Emaús, y de tantos otros. Estamos, quizás, junto al Señor, pero no le vemos, y menos le conocemos. Unos porque están bastante lejos e imbuidos por las cosas de este mundo; otros, porque, estando dentro, no experimentan la cercanía con el Padre, que les ama y les salva. La cuestión es preguntarnos nosotros mismos, ¿dónde estamos y qué experiencia tenemos?
Porque sólo hay una respuesta y una consecuencia. Estar y ver al Señor es vivir en el esfuerzo de amar y de esforzarnos en salvar a los demás. Salvarlos en la medida de, con tu palabra y con tu vida, proclamar el Evangelio y dar a conocer el mensaje de salvación que Jesús, el Hijo de Dios, viene a presentarnos. Y eso se ve y se nota, y en esa misma medida se propaga.
Por eso, Señor, empiezo mi humilde reflexión suplicándote que abras mis ojos y llenes de luz mi corazón para que pueda verte y experimentar tu Amor. Porque Tú, Señor, eres el Rostro del Padre, y quien te ve a Ti ve también al Padre. Y a Ti, Señor, te recibo cada día, e incluso te llevo a alguna persona enferma para que también te reciba. Ábreme mis ojos y dame toda la luz que necesito para experimentar dentro de mi pobre corazón tu presencia, tus caricias, tu amor y misericordia.
Me fío y me abandono confiado en tu Palabra, Señor, y te lo pido con todas mis fuerzas: «todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré».
Señor dame la gracias de saber abandonarme en ti, gracias.
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