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domingo, 9 de julio de 2017

SEÑOR, QUIERO SER MANSO Y HUMILDE

El Señor nos ha dicho que pidamos, y, también, que insistamos. Quizás, lo que más debemos insistir es en pedirle que nos dé un corazón manso y humilde. Porque un corazón así es imprescindible para poder abrir la puerta del Cielo. Posiblemente, y no digo que no se pidan, gastemos nuestras plegarias de petición en nuestras necesidades, enfermedades y problemas que necesitamos. Estamos en este mundo y necesitamos muchas cosas, pero lo principal es ser manso y humilde.

Miremos a nuestra Madre, la Virgen, ella lo primero que descubre lo canta exultante en su Magnificat: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava... Y por eso es la elegida y ha alcanzado Gracia delante del Señor. Ella está llena de Gracia, porque es mansa y humilde.

Sí, Señor, Tú has querido revelar estas cosas recibidas de tu Padre a la gente sencilla y humilde. Danos esa condición y ese corazón humilde y sencillo que nos ayude a recibir la luz de tu Palabra. Despójanos de esa soberbia y arrogancia de creernos mejores y más sabios que los demás. Porque, la sabiduría no está en el saber y conocer, sino en abrirnos a la única y verdadera Luz que nos salva.

¿De qué te vale ganar, saber y conseguir el mundo, si pierdes lo más y único grande, la Vida Eterna? Al final tu saber de nada te sirve, porque has perdido la Vida Eterna. Esa debe ser nuestra meta y nuestra constante e insistente petición de cada día: "Danos, Señor, un corazón manso y humilde como el de tu Madre, María". Un corazón que nos abra a la Palabra del Señor, que nos alienta, que nos indica el camino, que nos anima a ser de los últimos, de los que se quedan para servir y hacer el bien para los demás.

En esa esperanza y actitud, te pedimos, Señor, que nos transforme nuestros corazones soberbios y vanidosos en corazones manos y humildes, que encuentren en Ti ese descanso que, erróneamente, buscan en las cosas del mundo. Amén.

1 comentario:

Compartir es abrirte, hablar de lo que piensas y conoces. Si lo haces, te descubres, y animas al otro a hacer lo mismo. En ese diálogo salta el encuentro y el conocimiento mutuo, y así puede, con mucha caridad, nacer la confianza y el respeto por el otro. Es la mejor manera de vivir y de poner en practica la Voluntad de Dios.