Algo extraño sucede en la persona humana que, estando en peligro a cada instante, no se inmuta ni toma conciencia del peligro en que vive. Y, no es que no se dé cuenta, sino que nuestra naturaleza no es capaz de reaccionar como comprendemos que deberíamos reaccionar. Algo extraño y misterioso sucede en nosotros, que, ante el peligro, no reaccionamos como pensamos deberíamos hacer.
Porque, es para morirse de miedo pensar lo que podemos perder. Y hablo desde mi propia experiencia. Pude morir, al menos estuve muy cerca de ella, y nada preparado. Es más, alejado y de espalda al Señor, aunque bien sabe Él que nunca lo tuve fuera de mi corazón, si bien, indiferente y olvidado. ¿Qué me hubiese sucedido? En aquellos momentos no era consciente de lo que me estaba jugando, y ahora tampoco, porque aunque lo pienso y tiemblo de miedo, no me parece que reacciono como debería.
Algo extraño, posiblemente el pecado, dentro de nosotros nos distrae y nos hace olvidarnos del riesgo que corremos. Incluso, llegamos a pensar que, aún sabiendo que tiene que llegar nuestra hora, pensamos que a nosotros no nos va a llegar, o nunca la vemos cerca. Es el misterio de nuestra condición humana, tocada y herida por el pecado. Por eso, remedando al buen ladrón, supliquemos al Señor que se acuerde de nosotros cuando nos llegue la hora, y que nos lleve con Él a su Reino.
Y permanezcamos, mientras caminemos por este mundo, en estado de alerta y vigilantes en la oración y en los sacramentos, fortaleciéndonos en la Penitencia, y en la Eucaristía, donde recibimos el alimento necesario para sostenernos en la fe y en la esperanza. Y, también, preparados, gastando todo nuestro tiempo en buenas obras de amor y de perdón, para llevar nuestras manos bien cargadas de esas monedas amorosas que nos pedirán en el Cielo.
Pidamos esa Gracia de sostenernos en esa actitud misericordiosa que nos dará la fortaleza y la voluntad para permanecer atento con la mirada y el corazón puestos en el Señor, para amar a los hermanos. Amén.