En muchas circunstancias nos cuesta distinguir la costumbre y la tradición. En el tiempo se van mezclando y llegan a identificarse aunque no es lo mismo. Es verdad que la costumbre está contenida en la tradición, pero no es lo mismo. Digamos que la tradición es la herencia que hemos recibidos de nuestros antepasados, su doctrina, sus ritos y también sus costumbres, que nosotros vamos empleando y, quizás, también deformando o evolucionando a otras formas que quizás pierde el núcleo de la pureza vital.
Porque, lo verdaderamente importante es la Ley de Dios, que está contenida, como diría Jesús, en sólo dos: Amar a Dios y al prójimo. Y de esta aplicación se derivan todos los demás. Porque, el amor a Dios te da la luz, la sabiduría y la fortaleza para amar al prójimo tal y como Dios lo ama y quiere que tú lo ames. Y ese amor te llevará a una convivencia justa, misericordiosa y fiel. Y en ello encuentras todas las costumbres que la tradición te ha ido transmitiendo.
No es importante lavarte las manos o tener el vaso limpio como el oro. Si es buena costumbre y necesario tener higiene y los enseres limpios. No es lo importante lo externo, las apariencias y el perfil, sino la verdad, la justicia y misericordia y la fidelidad. Y todo eso no nace de lo que exteriorices porque lo hayas heredado, sino de que en tú corazón lo aceptes, lo guardes y lo vivas. La fe no se hereda, sino se busca y se pide y te dispone a abrirte a la Gracia de Dios para recibirla.
Y eso vamos a pedir, la Gracia de saber discernir lo importante, lo que realmente agrada a Dios y lo que es bueno: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Jesús nos ha enseñado a amarlo. A no pararnos en lo externo, en lo aparente y en las prácticas que, siendo necesario y bueno, no son lo fundamental. Pidamos tener un corazón justo, misericordioso y fiel para vivir en los mandatos del Señor, es decir, amar a Dios y al prójimo. Amén.