No son mis oraciones ni el lugar donde las hagas lo que realmente tiene valor, sino el reconocerte, Señor, dentro de mí y el de dejarte instalar en todo mi corazón. Ese es mi templo, Señor, que yo humildemente te preparo y al que te invito a establecerte. Quiero, Dios mío, honrarte, entregándote mi corazón y todo mi ser al servicio de tu proyecto de Amor y Misericordia.
Y, por eso, Señor, necesito alabarte y adorarte, dentro de mí y dentro de cada hombre y mujer necesitados. Y lo hago en la medida que cumplo ese tu Mandato de Amor hacia todos los hombres. Sobre todo a los más necesitados.
Quiero, Señor, pasar desapercibido y esconderme en tu amor. Un amor que me ayuda a partirme y repartirme como Tú, Señor, haces con cada uno de nosotros. Y es eso lo que te pido, Dios mío, la perseverancia de vivir adorándote y alimentándome de tu Cuerpo y tu Sangre, para fortalecer mi alma y vivir en tu Palabra y Amor encarnado en todos los hombres. Ese es el templo, Dios mío, que quiero guardar, cuidar y visitar todos los días de mi vida. Amén.