Puedo encontrarme en el lugar más iluminado del mundo, pero puedo estar también al mismo tiempo en la mayor oscuridad de mi vida. Por supuesto que dependerá de muchas cosas, pero principalmente de dos cosas: a) de que haya buena luz; b) de que tenga los ojos y los oídos bien abiertos.
No sólo la luz es necesaria, sino también que mis oídos oigan, pero sobre todo, que escuchen. Porque sólo viendo y escuchando podemos alcanzar la verdad y vivirla. Y para ver y escuchar hace falta, primero luz y segundo capacidad para oír. Y podemos, aunque veamos y oigamos, estar ciegos y sordos.
Y lo estamos, cuando sólo vemos por nuestra, herida, contaminada y tentada, razón. Una razón que busca sólo las formulas de satisfacer sus propios egoísmos; una razón que lucha por sobre salir sobre, valga la redundancia, los demás. Una razón egoísta que no escucha, sino propone y hace valer sus ideas infestadas y contagiadas de poder, comodidades, pasiones y sentimientos posesivos, tantos espirituales como materiales.
Pero, ocurre también, que a veces cerramos los ojos y miramos a otro lado. No queremos complicaciones que nos inquietan y nos comprometen. Comprendemos y nos compadecemos, pero nos atrae y nos gusta una vida más cómoda, placentera y despreocupada. Nos gusta colaborar y nos solidarizamos con muchas causas, pero queremos vivir nuestra vida cómoda y placentera.
Cerramos los ojos y rechazamos el compromiso por amor de trabajar por un mundo mejor. Lo hacemos a media vela, dejando nuestros ojos entre abiertos y en penumbra, porque no queremos ver con claridad. No queremos demasiada luz que aclare nuestra vista, porque precisamente no queremos ver.
Perdona Señor nuestra ceguera voluntaria y llénanos de paz, sabiduría y fortaleza para que, abriendo los ojos, seamos capaces de mirar de frente a los Tuyos y corresponderte con la misma mirada con la que Tú, Señor, nos miras.