Tú Jesús, que te retirabas a lugares solitarios y rezabas al Padre en quietud de la noche, ayúdame a buscar y a amar el silencio, enséñame a escucharte, a escucharme, a escuchar, lejos de los ruidos que están fuera y dentro de mí.
Háblame, Señor, con tu infinita dulzura, incluso si no puedo escuchar tus palabras. No te rindas y sigue hablándome, hasta que se abran mis oídos y mi corazón.
Enséñame a escucharte, en cada estremecimiento del corazón, en un pensamiento repentino, en la voz de un amigo, un hermano, un extraño. Te doy gracias, Jesús, porque en cada acontecimiento y en cada persona me indicas la dirección de la felicidad más grande, el camino en el que podré amar más y mejor. Amén.
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