Alguna vez he llegado a oír a alguien expresar el deseo de no ser siempre niño. Una queja de haber crecido y no quedarse en esa etapa de la que recuerda ser muy feliz. Una etapa, que hasta en los momentos difíciles mantenían ese corazón tierno, suave, inocente, ilusionado, atento a la escucha y a todas las enseñanzas recibidas de sus padres y de las personas mayores que les aconsejaban y les ensañaban buenas costumbres y cosas nuevas para su bien.
Los niños descubren un corazón abierto a aprender, a obedecer, a recibir y a crecer lo que te enseñan los mayores, de los que ellos se fían que saben más y de los que pueden aprender cosas buenas. Por eso, los niños son acogidos y muy queridos y valorados por nuestro Señor Jesús, hasta el punto que nos los pone de ejemplo y nos reta a ser como niños para entrar en el Reino de los Cielos.
No hace falta mucho esfuerzo para darnos cuenta de la necesidad que tenemos de sostenernos y perseverar con un corazón de niño. No podremos evitar crecer y hacernos mayores, pero, sí podemos mantener nuestros corazones con los mismos sentimientos y disponibilidades de cuando eramos niños. Es decir, ser confiados, obedientes, disponibles, sencillos, humildes y abiertos a las enseñanzas y Palabra de Dios.
Y eso lo hacemos cuando nuestra vida se conforma y va unida a la Palabra de Dios apoyada en la lectura, meditación y reflexión de cada día. Y, de acuerdo con nuestras posibilidades y medidas vayamos llevando a nuestras vidas esa Palabra acogida y cultivada en nuestro corazón.
Por eso, en esa clave, te pedimos, Señor, que nuestro corazón humano, herido por el pecado, sea transformado en un corazón de niño. Un corazón tierno, suave, sencillo, inocente, bien intencionado, dócil y abierto como Tú quieres a tu Palabra. Y te lo pedimos abiertos a la acción del Espíritu Santo que llevamos en nosotros desde el día de nuestro bautismo. Amén.