Experimento que mi corazón está herido. Y digo esto en cuanto siento que mi manera de pensar es contraria a la que Jesús, el Señor, me plantea hoy. Pero, no es contraria porque así a mí me apetezca, sino porque estoy sometido y esclavizado por el pecado. Mi corazón está enfermo y, a pesar de que quiera cambiar de actitud, me sucede como a los hijos de Zebedeo, quiero ocupar los primeros puestos para mi gloria personal y para satisfacer mis intereses.
Es cuando de una forma muy clara percibo la herida en mi corazón que me produce el pecado. Soy esclavo y no puedo alcanzar la libertad sino por la Gracia de Dios. Mi corazón es ambicioso, altanero, orgulloso y busca altos vuelos y subir más arriba para ser primero y mandar. No tanto pensando en servir sino para ser servido, admirado y hasta glorificado.
Ante esta esclavitud que descubro en mí y que, en muchos momentos no quiero realizar, me experimento impotente y frustrado. Quisiera, Señor, servir, pero me doy cuenta que estoy inclinado a desear y querer que me sirvan. Y eso lo percibo no sólo en mí sino en muchos otros hombres, incluso hasta dentro de tu Iglesia, Señor. Tal como les ocurrió a los hijos de Zebedeo.
Por eso, Señor, yo te pido que cambies y transformes mi corazón. De un corazón egoístas y ambicioso a un corazón humilde, suave, sencillo y bueno. Un corazón fortalecido para luchar en el acontecer de cada día contra esa desmedida ambición de ser primero por poder y gloria. Un corazón abierto a la generosidad y al servicio por amor. No buscando gloria y lisonjas sino el gozo de servir por amor y para gloria del Señor, que es quien me da esa fuerza y espíritu de lucha, de rebeldía contra mis instintos y pasiones egoístas para buscar mi gloria personal.
En esa actitud y deseo, elevo mi corazón y lo pongo en tus Manos, Señor, para que hagas de él un corazón que cada día se vaya pareciendo más al Tuyo. Amén.
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