La fe no se presenta de improviso y sin ningún esfuerzo. Necesita tiempo y esfuerzo por nuestra parte. Así sucede en todas las cosas de este mundo. Salvo que el Señor disponga otra cosa, la fe que pedimos necesita insistencia y perseverancia. Y, sobre todo, un gran convencimiento y confianza de que a quien se la pedimos nos la puede dar. Y eso lleva tiempo y esfuerzo. No es cosa de unos días. El tiempo es la prueba y el testigo de que nuestra petición de fe va en serio, a pesar de que al Señor no le hace falta ese tiempo para saberlo.
Igual que el amor no se da ni se demuestra con palabras, la fe no se adquiere porque uno la pida. Solamente la puede dar Dios. Es un don gratuito que Dios nos regala. Pero, y ésta es la cuestión, Él sabe quien la pide con verdadera insistencia y perseverancia. La mujer cananea del Evangelio de hoy nos puede servir de ejemplo.
Pidamos con insistencia, con paciencia y perseverancia y, sobre todo, con fe para que el Señor prenda nuestros corazones del fuego de la fe. Tengamos confianza y no desfallezcamos y, al igual que aquella mujer cananea, siendo de la condición que seamos, insistamos y creamos que el Señor es Señor de todos, de buenos y malos; de cercanos y lejanos; de amigos y enemigos. En definitiva, de todos aquellos que están abiertos a recibir su Amor con mansedumbre y humildad, incluso debajo de la mesa donde se derrama lo que otros dejan caer.
Pidamos humildad, perseverancia y mucha paciencia para no desesperar ni desfallecer. Jesús, el Hijo de Dios, ha venido a salvarnos, a darnos plenitud de felicidad y Vida Eterna. Creamos, pues, que nos dará ese don de la fe para que podamos seguirle, obedecerle y vivir en plenitud su Palabra. Amén.