Una de las cosas que más se me atraganta y me incómoda son las misas de difuntos. Y me sucede eso porque, sobre todo cuando son muy concurridas, me siento sólo y como perdido en medio de mucha gente ajena a lo que se está celebrando. Es entonces cuando descubres el desconocimiento que muchos tienen del Señor. Apenas recuerdan algo de su preparación para su primera y, quizás, última comunión. No saben nada y su comportamiento es como aquel que se encuentra perdido en una isla.
Es entonces cuando descubres que tienes una responsabilidad de anunciar la Buena Nueva y, como Juan el Bautista, preparar el camino a otros para que puedan acercarse y conocer a Jesús. Quizás, como aquellos contemporáneos de Juan el Bautista dependía de él que conocieran a Jesús, también nosotros en nuestro tiempo tendremos muchas personas que dependerá de nuestro esfuerzo y actitud el que conozcan a Jesús.
Otra cosa es que muchos no quieran, nos prohiban hablarle de Jesús, le rechacen y no les interese. Eso ya son ellos mismos los que se excluyen y nos eximen de nuestra responsabilidad. Pero, no por eso, debemos nosotros desistir de nuestro empeño en proclamar, sobre todo a los que escuchan y muestran deseos, de acercarles al conocimiento del Señor. Es nuestro compromiso de bautismo y nuestra responsabilidad.
Por eso, aprovechamos este hermoso momento de reflexión para, postrados delante del Señor, pedirle la sabiduría y fortaleza necesaria para ser Testimonio con nuestras vidas, y Palabra con nuestras humildes palabras. Y convertirnos en la voz que, como Juan el Bautista, allane y prepare los caminos a todos aquellos que escuchando su Palabra se acerquen al Señor. Amén.