Corremos el peligro, al menos a mí me pasa, de creernos causa de los frutos de nuestra proclamación y acciones apostólicas; los autores de los frutos de nuestra cosecha. Es verdad que decimos que no, pero en el fondo de nuestro corazón late esa tentación que nos puede traicionar en cualquier momento.
Muchas veces manifestamos la satisfacción de sentirnos contentos por cómo van las cosas en el campo de nuestro apostolado. Incluso, sin darnos cuenta, nos creemos mejores que otros que, aparentemente, las cosas parecen irles peor. Sin embargo, en caso contrario, buscamos justificaciones fuera de nosotros. Difícilmente entonamos el mea culpa.
Esa actitud nos lleva, Señor, a desesperarnos; a desanimarnos, o a abandonar cuando las cosas no salen o responden tal como pensamos y queremos. Sentimos el fracaso y el deseo de abandonar, de desistir, y si no lo hacemos, desilusionados nos instalamos y nos dejamos llevar alojados en la resignación y mediocridad. ¿Es que no confiamos en el Señor? ¿Es qué no oímos lo que hizo con los panes y los peces?
Si miramos en el interior de nuestra Iglesia, encontramos actitudes instaladas y acomodadas en normas y preceptos que ocupan y constituyen el núcleo de su ser cristiano. Y ahí no está el Reino de Dios, porque Jesús no vive, ni en la mediocridad, ni en la acomodación. Jesús vive en el servicio y la entrega, por amor, a los demás. Él nos trae la esperanza de un mundo nuevo, de una vida nueva donde reina la Verdad, la Justicia y la Paz.
Y eso queremos nosotros, Señor, pedirte desde este rincón para orar por todos los hombres y mujeres de este mundo, te busquen o no, para que despierten y abriendo los ojos vean que el Reino que buscan lo tienen cerca, muy cerca, hasta el punto que está entre todos nosotros. Amén.
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