No debo negarlo, dentro de mí duerme, en mi corazón, un fariseo. Un fariseo que despierta cuando los intereses de mis hermanos no son los míos. Cuando lo que dice el otro no es lo que digo yo, o lo que piensa el otro no es lo que pienso yo. Y, por su boca, insulto, ofendo, defiendo mi verdad, que no la Verdad, y me creo mejor que el otro. Pero, si eso no me lleva a despertar y observar al fariseo arrogante y orgulloso que vive en mi corazón, miento cuando confieso que soy un pecador.
La otra opción es la del publicano, que, sin interiorizar mucho sus actitudes, de antemano se confiesa pecador. Y su humildad le lleva a postrarse y agachar su cabeza. Es esa la opción, Señor, que yo quiero tomar. La del humilde y mísero publicano. La de aquel que sabe, aunque muchas veces se pierda en su ignorancia y se crea con algún mérito, que es un pobre pecador y que no merece nada. La de aquel que necesita de tu Misericordia y de tu Gracia para mantenerse erguido y firme frente a la tentación y al pecado.
Yo, Señor, quiero ser ese fariseo, pecador sí, pero humilde y dispuesto a postrarse ante Ti para que, con tu Gracia, levantarse y seguir detrás de tus huellas tu camino. Por eso, Señor, como aquel publicano del que Tú dices que volvió a su casa justificado, yo quiero pedirte perdón por todos mis pecados y suplicar tu justificación misericordiosa por tu Infinito Amor. Amén.