Contemplando la escena del fariseo Simón y la pecadora agradecida me quedo perplejo y apesadumbrado. Porque, yo, Señor, me identifico con el fariseo, pero también quiero estar en el lugar de la mujer agradecida. Sí, Señor, me reconozco fariseo, pero también pecador arrepentido y agradecido.
Por eso, te repito, Dios mío, que no puedo permanecer ni un segundo sin Ti. Te necesito tanto para cuando me identifico con Simón el fariseo, suficiente, rico, soberbio y seguro de sus fuerzas. Mal intencionado y acusador de las debilidades de otros. Cumplidor fiel de las leyes y enemigo de aquellos que no alcanzan ni pueden cumplirlas. Y sólo, Señor, yo haré lo mismo que él. Te necesito para que transformes toda esa soberbia y prepotencia en misericordia y amor.
Pero también, cuando me identifico con la pecadora, quizás me limito sólo a rezar, a cumplir unas normas establecidas, como en tu tiempo era acostumbrado ofrecer agua para lavar los pies, ungüentos perfumados y el beso de bienvenida y paz. Y con eso me puedo quedar contento y satisfecho.
Sin Ti, Señor, me olvidaré de los que sufren, de los que no te conocen, de los que necesitan amor, atenciones, oportunidades para descubrirte y acercarte a Ti. Sin Ti, Señor, no entenderé ni podré, no sólo hacer lo que debo, sino también sufrir las consecuencias de realizarlo. Porque sólo lo que duele tiene aroma y sabor a amor. Y lo que no huele así, quizás esté más en la órbita de Simón el fariseo, aquel que quería invitarte para sólo presumir de tu presencia.
Dame Señor, la sabiduría de descubrir la necesidad de tu presencia, y la paciencia para, aceptando tu Voluntad, vivirla con fe y esperanza. Amén.
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