La fe es un don de Dios y solo pidiéndosela la podemos recibir por su Gracia. El pelo se nos vuelve blanco y no nos damos cuenta. Lo advertimos con el paso del tiempo. La semilla plantada en la tierra crece y se hace grande sin nosotros intervenir ni darnos cuenta. De la misma forma, la fe es un don de Dios y nace en nuestro corazón y va creciendo sin darnos cuenta.
¿Y no tenemos que hacer nada? ¡No tanto como eso, claro que tendremos que poner de nuestra parte! Se nos ha dado la libertad para elegir o rechazar. Pues bien, podemos elegir la fe abriendo nuestro corazón a la Palabra, a la escucha y a las enseñanzas de Jesús. Es decir, en otras palabras, preparar la tierra de nuestro corazón, abonándola y disponiéndola para que la semilla de la Palabra germine y dé frutos.
Entonces, la fe, por la Gracia de Dios, irá echando raíces profundas que arraigaran esa fe afirmándola y depositándola en tu corazón. E irá creciendo hasta el punto que advertirás un día que tu fe está presente en tu corazón y empieza a crecer. Advierte que has abierto tu corazón y has elegido perseverar y seguir el camino de las enseñanzas de Jesús - hoy en la Iglesia - para que entren en tu corazón. Pregúntate, ¿no es eso pedir la fe? ¿No estás, con tu actitud y disponibilidad, rogándole al Señor que te dé la fe?
¡Claro que sí! La fe hay que pedirla y, no solo con la lengua sino con las obras de tu vida. Pedirla y hacer los gestos y obras que confirma esa petición. Y, por supuesto, que vendrá a ti, porque, eso es lo que quiere Jesús, que confíes y creas en Él. Para eso expresamente ha venido, para que creas en Él y te salves. Pidamos, pues, el don de la fe con esperanza, paciencia y perseverancia. Precisamente, en el Evangelio de hoy, Jesús se maravilló de su falta de fe. Y recorría los pueblos del contorno enseñando.