Nos cuesta mucho creer y fiarnos. Y más cuando esa persona nos ha fallado en algún momento. Una vez perdida la confianza, la fe se antoja casi imposible de recuperarla. Por eso, es muy importante cuidar mucho nuestros actos respecto a la confianza con el otro.
Pero, también es muy importante sostenernos en la confianza de aquella persona que, puesta en tela de juicio, mantiene su verdad y su honor. Debemos ser perseverantes y no claudicar hasta que su presunción de inocencia no sea desvelada. Somos muy inclinados a desconfiar y a no creer, y más de aquellos que su credibilidad está excluida, como es el caso de la mujer en el tiempo de Jesús. La confesión de María Magdalena no fue tenida en cuenta por los apóstoles. Su testimonio no tenía valor para ello.
Pero, tampoco creyeron a los de Emaús, y al mismo Jesús le pusieron en duda. Somos incrédulos y nos cuesta creer. Y Jesús nos lo echa en cara: Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación».
Pero, ¿qué ocurre hoy? También nosotros somos unos incrédulos, porque no creemos el testimonio de los apóstoles. ¿Qué queremos, que se nos aparezca a cada uno de nosotros? Porque, si se te aparece a ti, yo no te creeré, y así viceversa. No confiamos en la palabra de los apóstoles y en el Evangelio. Para empezar tenemos que reconocer nuestra dureza de corazón y nuestra incredulidad.
Y, te pedimos, Señor, que transformes nuestro corazón de piedra en uno de carne, más tierno y suave y dispuesto a conmoverse y a creer en tu Amor. Un corazón abierto a tu llamada, a tu Palabra y confiado en tus actos de Amor. Porque, Tú, Señor, siempre has dado cumplimiento a tu Palabra y nada en Ti ha dejado de cumplirse. Tú siempre, Señor, dices la Verdad, pues eres el Camino, la Verdad y la Vida. Amén.
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