No cabe ninguna duda que vivimos con los ojos cerrados. Cerrados para la trascendencia de este mundo y abiertos para lo concreto y material que se nos ofrece en este mundo caduco y finito. No se entiende que buscando la felicidad, la rechacemos cuando nos invitan a conseguirla. Jesús nos lo explica una vez más en esta parábola que recoge el Evangelio de hoy.
Posiblemente, no lleguemos a entender porque somos invitados ni tampoco que boda es la que se celebra en ese Banquete anunciado, pero, viniendo de quien viene la invitación, yo, Señor, me fio de tu Palabra y acepto tu invitación. Los caminos y las formas de llamar del Señor no las entendemos, pero, hay muchas bodas - por así decirlo - en nuestras vidas que nos remiten al encuentro con el Señor. El ofrecimiento es siempre el mismo, una llamada a compartir la Vida plena y gozosa junto a Él.
Confío en Ti, Señor, y me fío de tu Palabra, porque, Tú, Padre mío no puedes invitarme a nada que no suponga mi felicidad y vida eterna. Y, aunque en apariencias no parezca una buena invitación, yo pospongo todas mis ocupaciones, proyectos e intereses con el fin de aceptar tu invitación y acudir a ese Banquete de Vida Eterna. Y también te pido, Señor, que me des la Gracia de ir revestido de ese traje contrito, humilde y abierto a tu Misericordia y Amor.
Gracias, Señor, porque, a pesar de que mis méritos no son suficientes ni valen para nada, Tú me recibes con los brazos abiertos y me ofreces tu Infinito Amor Misericordioso. Amén.
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