No es nada fácil demostrarle al Señor nuestro amor y nuestra
entrega, porque no lo vemos ni se lo podemos hacer directamente. La única forma
es hacerlo en sus hermanos, y sus hermanos son todos los hombres. Por lo tanto,
bien nos lo dijo Jesús cuando respondiéndole a aquel escriba le dijo: «El primero es: ‘Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas’. El segundo es: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. No existe otro mandamiento mayor que éstos».
Y esto de amar al prójimo no es fácil. No hace falta ahondar
más en esto porque lo experimentamos por nosotros mismos. Incluso dentro de
nuestra propia familia. ¡Cuántas familias rotas por enfrentamientos y luchas!
¡Y cuántas amistades enfrentadas por envidias, engaños y venganzas!
No podemos amar al Señor mientras no nos amemos nosotros que
nos vemos y convivimos. Sería absurdo decirle al Señor que le amamos mientras
mantenemos enemistad y disputas con nuestros hermanos. El Señor nos dejó la
prueba máxima del amor, y sólo la superamos en la medida que somos capaces de
amar a los hermanos.
Y amar significa estar en actitud de servir, comprender,
entrega, disponibilidad, humildad, diálogo, paciencia, perseverancia, escucha, perdón,
compañía, alegría, tristeza, silencio…etc. Amar significa vivir en el esfuerzo
de esas actitudes ya citadas con la confianza y la fe de que en el Espíritu
Santo podremos hacerlo.
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