A veces dejamos todo a nuestra capacidad de reacción y a nuestro poder de solucionar los problemas que se nos plantean. Y a veces nos damos cuenta que nada podemos hacer. Siempre podemos hacer algo, al menos rezar. Rezar siempre, porque aunque sintamos que podemos salir con nuestras propias fuerzas, no perdamos nunca la humildad de ponernos en Manos del que lo puede todo.
Y ese es nuestro problema, confiar en nosotros o en otros que, como nosotros, poco pueden solucionar. Es verdad que necesitamos actuar y poner todo lo que podamos de nuestra parte, pero siempre la última palabra la tiene el Señor. Sobre todo si se la pedimos. Recordemos que Él nos ha pedido que insistamos, que pidamos y que llamemos. Y si nos lo dice es porque quiere que lo hagamos, porque cuando lo hacemos es que confiamos en Él.
Y el problema que se nos plantea hoy en el Evangelio es el de la escucha y la confianza. Y eso no está en nuestras manos. José, el bueno esposo de María, necesitó la insinuación del Ángel para entender tanto lo del nacimiento del Niño Dios, como lo de la huida a Egipto. Pero, también es verdad que él puso mucho de su parte. Estaba abierto y a la escucha de la voz de Dios, y, a la menos señal, obedecía confiando en el Señor.
También nosotros escuchamos muchas veces la voz que nos señala el camino. Al menos sabemos por donde no debemos ir. Distinguimos lo que está bien de lo que no lo está. Pero, ¿hacemos caso a esa voz de nuestra conciencia que nos habla y nos indica el camino? ¿Escuchamos la Palabra de Dios en el Evangelio y tratamos de obedecerla? ¿De hacerla vida en mi vida?
Tratemos de hacer lo que podamos, pero, pongamos más esfuerzo en escuchar la voz de Dios y de esforzarnos en seguirla. Y, para eso, necesitamos pedírselo e insistir como Él nos sugiere. No nos cansemos y continuemos siempre pidiéndole que nos dé esa sabiduría divina que nos ilumine para seguir el camino que Él nos señala y dejar el que nos lleva a la perdición. Amén.
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