Cuando hablamos de la oración, hablamos de la buena oración. Es decir, entendemos que hacer una buena oración no es cosa fácil ni tampoco sencilla. Pero, decimos eso no porque sea algo difícil o complicado, sino porque, orar es hablar seriamente con Dios, y, muchas veces, al menos esa es mi experiencia, se nos va el gato al agua. Es decir, nos distraemos, no permanecemos concentrados o nos lo tomamos a la ligera. Eso es lo que hace difícil y complica nuestras oraciones.
Necesitamos tomárnosla más en serio y esforzarnos en hacerla de una manera más concentrada y consciente. Ello no debe preocuparnos sino ayudarnos a esforzarnos más confiados en que nuestro Padre Dios no ayuda. Se trata lo mismo que hacíamos o hacemos, según nuestra edad, en el colegio. Ponemos atención a lo que el profesor nos explica, porque si no es así corremos el riesgo de no enterarnos de nada. Igual debe suceder cuando hablamos con nuestro Padre Dios.
Necesitamos, primero, estar interesado en hablar con Dios y, luego, buscar tiempo para ello. Es lo más importante que nos puede ocurrir y lo más valioso de nuestra vida. Es nuestro mayor Tesoro, porque, en Él está toda nuestra felicidad y anhelos de eternidad. La oración va estrechamente unida a la vida, de forma que se confunden y se complementan hasta el punto que cuando trabajas también rezas, y cuando rezas también estás sirviendo al mundo con tu oración. Todo es servicio porque todo es amor.
Lo verdaderamente importante es sabernos amado por el Padre que envía a su Hijo para que entregando su Vida por nosotros nos rescata nuestra perdida dignidad de hijos por el pecado. No hay amor más grande. Y es el Hijo, Dios hecho hombre, quien voluntariamente acepta esa misión de entregar su Vida para rescatar y redimir la nuestra. Gracias, Señor por tanta amor inmerecido y danos la Gracia de saber y empeñarnos en amar, como Tú nos amas, a los hermanos. Amén.