A la hora de hablar de Jesús se observa gran entusiasmo por los que reciben el anuncio. Todos buscamos la esperanza de una vida mejor y, ¡qué alegría y esperanza la Resurrección! Sin embargo, cuando aparece la cruz el entusiasmo empieza a desvanecerse. La primera impresión y deseo simultaneo es encontrar quien te solucione tus problemas. Esos problemas de difícil solución y que tú ni nadie puede solucionar. Esos problemas que te dan inseguridad y que te llenan de miedo y temor. Jesús es la solución.
La cruz lo para todo y te hace experimentar tomar el camino de regreso como aquellos discípulos de Emaús. ¿Cómo puede padecer Jesús hasta morir en la Cruz? No lo entendemos porque pensamos en un Dios todopoderoso que nos salva y nos soluciona todos nuestros problemas y dificultades. Así también lo habían entendido sus discípulos. Sin embargo, es el dolor y el miedo lo que nos hace responder con humildad y obediencia. Es en esos momentos cuando realmente nos acordamos de Dios.
Y no podemos perder de vista que nuestro camino y destino es un destino, valga la redundancia, de Cruz. Igual que el Señor nosotros también debemos y tenemos que cargar, si queremos seguirle, con nuestra cruz de cada día. Una cruz de dolor, de solidaridad, de sufrimiento con los que sufren, de llorar con los que lloran, de constante oración y de aceptar la Voluntad de Dios. Un camino que terminará con compartir nuestra muerte en y con el Señor.
Y sabemos y conocemos nuestra pequeñez y nuestra pobreza. Necesitamos la asistencia del Espíritu Santo. Ese Espíritu Santo que ya recibimos en nuestro Bautizo y que asistió a Pedro para iluminarle y confesar que Jesús es el Mesías enviado por el Padre. Por eso, Señor, te pedimos paz, sabiduría y fortaleza para saber confesarte claramente en cada instante de nuestra vida sabiendo que realmente Tú eres el Hijo de Dios Vivo. Amén.