Tú que rezaste al Padre en la noche, antes de elegir a los apóstoles, ¡guíame en mis decisiones! enséñame a hacer silencio y a escuchar.
Háblame, Señor, con tu infinita dulzura, incluso si no puedo escuchar tus palabras. Sigue hablándome, hasta que se abran mis oídos y mi corazón.
Enséñame a escucharte, en cada estremecimiento del corazón, en un pensamiento repentino, en la voz de un amigo, un hermano, un extraño.
Te doy gracias, Jesús, porque en cada acontecimiento y en cada persona me indicas la dirección de la felicidad más grande, el camino en el que podré amar más y mejor. Amén.