Posiblemente, el reunirnos nos calma y acalla nuestra conciencia. Muchas veces ocurre que con nuestras reuniones justificamos nuestro apostolado y nos engañamos levantando espejismos de que hacemos algo. Nos llenamos de prácticas, leyes o normas, y hasta, sin darnos cuenta, nos agobiamos y también agobiamos a los demás. Será sensato pensar y dar sentido común a nuestra vida.
Somos pobres, limitados y pecadores. Por eso necesitamos un Mesías, un Salvador. Y Dios, nuestro Padre, ha enviado a su Hijo, Jesús, para darnos paz, tranquilidad y felicidad eterna. Es decir, salvarnos y liberarnos de este mundo donde estamos esclavizados. Por tanto, en principio tranquilidad y paz. Dios no nos exige sacrificios ni muchas leyes que nos agobien e inquieten.
Sólo una Ley nos manda: El mandamiento nuevo (Jn 13, 34-35), en la que nos dice que le amemos a Él sobre todas las cosas, y al prójimo como Él nos ama. No hay más. Todas las leyes que saquemos del bolsillo o nos inventemos sobran. Y eso no quiere decir que haya que poner alguna, sobre todo para recordárnosla, pero donde hay que mirar es al Amor.
Nuestra vida, liberada de todo debe fundamentarse en ese hermoso mandamiento novedoso, porque en él está contenido toda la Ley y los profetas. Y viviendo en él alcanzaremos la misericordia, hasta el punto de, por su Gracia, ser misericordiosos como el Padre. Cuando se ama se cumple toda ley, porque el amor no sólo busca el bien sino toda verdad y justicia.
Pidamos al Padre que nos dé un corazón misericordioso lleno de amor, para que vivamos en la ley y por encima de la ley, al servicio del hombre, poniendo la ley, valga la redundancia, para su bien. Pidamos sabiduría para que sepamos discernir lo que conviene y beneficia al hombre para su salvación, porque esa es la Voluntad de Dios. Amén.