Se nos atraganta el corazón cuando nos encontramos con personas que se consideran merecedoras de halagos, honores y agradecimientos. Personas que, por su habilidad, riqueza o situación se creen en y con derechos a que le vayan poniendo alfombras y tirando flores a su paso por el mundo. Se creen superiores y merecedores de recompensas. Ignoran de dónde le vienen sus habilidades, riqueza o talentos.
El problema es que todo lo valoran y a todo le ponen precio. Incluso al asalariado que ya está pagado con su trabajo. Ellos esperan siempre la recompensa a su caridad, misericordia o protección. Son los bienhechores de los pueblos o países. Muchos premios se reparten a lo largo del año donde se recompensa la labor de muchas horas de trabajo en bien de todos.
Pero la cuestión que hoy nos lleva a esta reflexión es que, independiente de que esos premios o recompensas sirvan de estímulos y acicates para ayudar y seguir impulsando el trabajo de los hombres y mujeres, lo importante es darnos cuenta que el trabajo bien hecho ya está premiado. Está premiado con nuestro salario, y es nuestro deber. No merecemos más ni propina de ninguna clase, porque simplemente has cumplido con lo que debías hacer.
Y eso es lo que nos revela el Evangelio de hoy. No esperes propina por todo el bien que hagas, porque lo has recibido gratuitamente y de la misma forma tienes y debes darlo. Nuestra recompensa está en el Cielo y será el Señor, nuestro Padre, quien nos dará lo que, por amor, Él ha establecido por revelación de su Hijo, el Señor Jesús.
Por lo tanto, Padre bueno, te pedimos que conviertas nuestros corazones apegados y egoístas, que buscan y esperan recompensa, en corazones entregados, dados al servicio y sin ningún interés. Que podamos experimentar el gozo, la paz y la alegría de darnos gratuitamente sin esperar nada a cambio, porque sólo el estar en tu presencia será la dicha eterna que colmará todas nuestras ansias de felicidad. Amén.