Todos queremos ser como aquel samaritano que atendió al judío tirado y mal herido en el camino. Todos sentimos que debemos ayudar a desvalido y necesitado. Y todos estamos dispuesto a hacerlo, pero no a cualquier precio. Ahí entra en juego nuestra ambición, nuestro ego personal y nuestras apetencias e intereses.
Ese fue el problema del sacerdote y el levita, pero no el del samaritano. Mientras unos tuvieron encuentra sus intereses, comodidades y apetencias, el otro abandono sus prejuicios, sus intereses y decidió que lo primero era ayudar a aquella persona, antes que un samaritano, y prestarle toda su atención y apoyo. Incluso compartió de la suyo preocupándose por su salud.
Jesús deja claro que nuestro prójimo no tiene rostro, ni color, ni bandera. Es todo aquella persona que, por ser persona, es hija de Dios y hermana nuestra. Y claro, el problema, lo importante ahora es ver como nos preparamos para vivirlo y realizarlo. Y descubrimos que necesitamos rezar, porque las fuerzas y desprendimientos para llevarlo a cabo no se encuentran en nosotros, sino que tenemos que pedírselas al Señor y dejarnos conducir por el Espíritu Santo.