La paradoja de la vida es que, mientras todos buscamos la felicidad eterna, todos también la rechazamos cuando optamos por las riquezas y comodidades en lugar de la pobreza y caridad. Es una contradicción que el sentido común no la explica. Porque negando la pobreza no apartamos de lo que realmente buscamos.
En el Evangelio de hoy, Jesús nos lo deja muy claro. Así que por falta de decirlo y saberlo no es. Su razón tendrá que estar en otra parte. Y es que nuestro egoísmo y naturaleza pecadora es tal que nos ciega hasta el punto de rechazar la salvación y optar por la condenación.
El camino son las bienaventuranzas. Un camino que, como los mandamientos, basta con ser pobre, que no es poco ni fácil lograrlo, para poder cumplir todas las demás. Pero una pobreza, no sólo material, sino principalmente espiritual. Una pobreza de espíritu que esté dispuesta a darse, a poner todos sus bienes, materiales y espirituales al servicio de los demás. Una pobreza que dé hambre y sed de justicia.
Una pobreza que nos impulse a sufrir con el que sufre, y a compartir con el que no tiene nada ni puede saldar su deuda. Una pobreza que rompa el miedo de sufrir insultos e injurias por el Nombre de Jesús, y que experimente, al contrario, alegría y regocijo en lugar de desesperación y angustia.
Danos, Señor, ese espíritu, para soportar nuestras riquezas y suficiencias, y para ponerlas siempre al servicio y bien de los demás. Porque sabemos, danos también esa sabiduría, que al final que muere a sí mismo, ganará su vida para siempre. Pero quien la gana en este mundo, la perderá a la hora de la verdad.
Y yo, Señor, he sido creado por Ti para ganar y ser feliz en tu presencia. Danos, pues, esa virtud de discernir lo que es tu Voluntad contra la que no lo es. Amén.
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