Todos tenemos una cruz. Una cruz que se compone de pequeñas cruces, pero al final, una cruz. La cruz de nuestra vida. Y pasa por delante de nosotros a cada instante. Unas veces puede ser el esfuerzo de una sonrisa; otras veces puede ser la escucha atenta; en algún momento consistirá en compartir la alegría, y en otros, llorar, acompañar, sufrir y aceptar nuestros errores y fracasos. Fracasos de mi vida y de los que caminan a mi lado.
La cruz, nuestra cruz, va con nosotros a todas partes. Muchas veces es ligera y suave, pero otras se hace yerta, dura y pesada. Pero todas valen su peso en ora, porque en todas te estás dando, ofreciendo y compartiendo. Partiéndote en pedazos de pan para alimentar a otros.
Pidamos al Señor que seamos capaces, injertados en el Espíritu Santo, de ser pan partido, pan humilde y pequeño, sencillo y pobre, que, amasado e injertado en la masa, pueda alimentar y alumbrar el Alimento recibido del Señor. Porque esa es nuestra misión, comer el Pan para convertirnos en pan.
Recibir el Pan, partido para nosotros, para también nosotros compartirlo con los demás. Esa es la misión y también, al mismo tiempo, la cruz. La cruz de no ser entendido, correspondido, escuchado y agradecido. La cruz de los que devuelven mal por bien. La cruz de cargar la pesada carga de las incomprensiones y el desprecio hasta llegar a nuestro particular Golgota.
Danos, Señor, esa sabiduría de mantenernos paciente, esperanzados y misericordiosos a pesar de no entender nada y de experimentarnos cansados, desorientados y hasta perdidos. Danos el don de la fidelidad y de sostenernos firmen en la fe y en la confianza. Amén.
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