Todo en esta vida es efímero y el placer también. Te quedas inquieto y hasta desconsolado cuando ese estado placentero te anuncia su final. Protestas y hasta llegas a enfadarte y te sale un suspiro enrabietado de frustración y desengaño. ¿Por qué no puedo ser feliz siempre? En ese momento procura no cerrarte tu corazón y abrirte a la Verdad y dejar que el Espíritu Santo te mueva e ilumine para que llegues a comprender.
En esta vida no hay nada eterno, y lo que no es eterno no tiene gran valor. Estoy de acuerdo contigo, y a mí también me sucede, que el sufrimiento es duro y nadie lo quiere. Yo tampoco, pero, ¿para qué me sirve el placer que me ofrece este mundo? También me hago esa pregunta y en la medida que me la hago me siento mal aún estando en un estado placentero y satisfactorio. Sé que pronto acaba y volvemos a lo mismo. Y me hago viejo y esto pinta mal.
Sin embargo, mi experiencia me descubre otra clase de placer, que pinta mejor y promete más. Cuando comparto mi vida con aquel que sufre y llora; con aquel que está sometido al vicio y a la dependencia; con aquel que se siente pobre y necesitado, o con quien busca la verdad y la justicia como yo, me siento y experimento, a pesar del dolor y la incomodidad, mejor. Algo sucede que mi corazón experimenta paz, sosiego y gozo. E, incluso, alegría, entusiasmo y esperanza de que por aquí si voy por buen camino.
Intuyo, por acción del Espíritu Santo, que este camino, aún siendo de dolor y complicaciones, terminará bien y será eternamente gozoso. Empiezo a experimentar que ya no hay tanto dolor y que el gozo se hace presente. Todo empieza a aclararse y la esperanza de un buen fin lleno de plenitud y gozo se manifiesta cada vez más. Es esa promesa de dicha y bienaventuranza que el Señor Jesús nos ha prometido. Y, por ti mismo, compruebas que es verdad, que el camino, a pesar de su dureza, se hace suave y ligero. Terminas dando gracias al Señor porque, ahora sí, experimentas ese gozo y dicha que estabas buscando donde no podías encontrar. Gracias Señor.
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