Si tomamos conciencia de todo lo que hemos recibido y de dónde venimos es para no dejar ni un instante en estar permanentemente alabando y dando gracias a Dios. Y es que todo lo hemos recibido gratuitamente de Él sin merecerlo. A Él todo honor y toda gloria. Es lo destacado en este Evangelio de hoy. De aquellos diez leprosos, enfermedad mortal en aquella época, sólo regresó uno, precisamente el extranjero, a dar gracias y a reconocer la grandeza y el poder de Jesús, el Hijo de Dios.
Y no nos debe de extrañar cuando también en nuestros días sucede lo mismo. Y quizás somos los protagonista nosotros mismos que, habiendo recibido todo de Dios, no nos sentimos agradecidos o no tomamos conciencia de ello y ni siquiera acudimos a dar gracias a Dios.
Hoy, Señor, queremos pedirte perdón por tanta desidia y olvido; por tanta arrogancia y suficiencia y por creer que incluso me merezco tus atenciones, tu misericordia y tu amor. Perdón, Señor, por darte la espalda y por tomar todo lo recibido para mi provecho y para satisfacer mis egoísmos. Me doy cuenta que debo pensar en los demás y dar, de lo que Tú me has dado, parte a los demás. Porque, para eso, pienso, Tú me lo has dado.
Por todo ello, Señor, te pido que me ilumines y me des la voluntad y la sabiduría para ser capaz de despojarme de mi suficiencia y de mis egoísmos y compartir con los demás de lo que Tú me has dado. De no pensar tanto en mí sino de darme a los demás. De reconocerte mi Señor y de sentirme agraciado por todo lo recibido, y de darte gracias como ese extranjero que, curado, descubrió que Tú, Señor, eres el Hijo de Dios hecho Hombre. Amén.
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