Posiblemente concluyamos en que a nosotros no nos habla el Señor. Me esfuerzo, pero no le oigo. Quizás suceda que cuando observamos que no nos hacen caso, dejamos de hablarle. Estamos cansados de tanto insistir y recibir risas e indiferencias que dejamos de hablar. ¿Puede pasarnos algo parecido con el Señor?
Posiblemente sea así, pero a la inversa. El Señor nunca se cansará de hablarnos, pero si nosotros de tratar de escucharle. Sí, nos confundimos al decir que le escuchamos, porque no lo hacemos. Nos escuchamos, y también nos respondemos, nosotros mismos. Escuchar al Señor exige silencio, perseverancia, paciencia y constancia.
No se trata de exigir, sino de estar atento a sus Señales y a su Palabra. Y eso exige oración, cercanía, alimento espiritual, diálogo diario y constante. Y mucha atención. Cada día hay una pregunta y una respuesta; cada relación implica una actitud y un saber estar; cada acción reviste una dosis de amor y de ternura; cada verdad exige desnudarse y mostrar la pureza del corazón.
El lenguaje del Espíritu está siempre activo, y cada instante es una oportunidad para avanzar por donde el Espíritu nos indica. Tal y como hizo José y María, y como también caminó Jesús después de que Juan Bautista preparó el Camino.
Pidamos al Señor esa constancia, esa escucha, esa disposición, esa ternura, esa acción, esa confianza, ese estar presto a actuar a pesar de nuestros miedos y tribulaciones, confiados en su Palabra y su Amor. Amén.