Estamos embobados y medio dormidos hasta el punto de no darnos cuenta de nuestra propia pequeñez sino cuando la experimentamos en la enfermedad o en la tragedia. Se hace necesario que experimentemos cierta impotencia para que empecemos a pensar y reflexionar. Mientras, y en la medida que las cosas nos vayan bien, seguimos huyendo de la Verdad.
Y a todo eso, a pesar de todo lo que hemos recibido. Como esos nueve leprosos de ayer pecamos de ingratitud y no nos dejamos curar la enfermedad de nuestro corazón, que es peor que la lepra de la que nos ha curado Jesús. Pidamos que se nos abran los ojos y nos demos cuenta de nuestra ceguera y necedad.
Lo mismo le ocurre a esta generación malvada, a la que llama Jesús, porque exigen pruebas y milagros para, cómodamente y pasivamente, despertar ellos su fe. Sin arriesgarse a nada. Simplemente cruzados de brazo y pasivamente tranquilos. Exigen pruebas, como si de un espectáculo se tratara para dar su visto bueno. ¡Que lejos de la realidad están!
El Señor nos pide nuestra confianza en Él y, por supuesto, fiarnos de su Palabra. Una Palabra que tiene su máxima expresión en la Cruz, donde, muerto y crucificado, Jesús Resucita. Así creyeron los ninivitas, por el signo de Jonás, y así le será también dado a los hombres el signo de la Cruz en la Muerte y Resurrección de Jesús.
Pidamos despertar y avivar nuestra fe. Poner nuestra voluntad en Manos del Señor y perseverar hasta que seamos arrastrados a la presencia del Señor. En Él confiamos y nos abandonamos, porque Él es el Mesías prometido, el enviado, el mayor y único Hijo de Dios, el Predilecto y Amado. Amén.