La fe es un don de Dios. Y eso es verdad porque, a pesar de que ardían sus corazones, también vacilaban y dudaban. La experiencia del verdadero encuentro lleva tiempo, salvo que el Señor quiera lo quiera de otra forma. Se les ha ido apareciendo. Primero a las mujeres, luego a los de Emaús, y ahora a los discípulos, y a pesar de que están saboreando esos encuentros y apariciones, se quedan perplejos, asombrados y temerosos.
No nos extrañemos que a nosotros nos ocurra eso mismo. De hecho nos ocurre, y nos pasa porque no depende de nosotros sino de Dios. La fe es un don de Dios, volvemos a repetir, pero eso no significa que esperemos con los brazos cruzados, sino, precisamente, todo lo contrario. Hay que buscarla; hay que pedirla; hay que ir a Galilea y profundizar en la Palabra, en las Obras y en la Asamblea. La fe se encuentra allí:
Y es allí donde hay que pedirla. No estamos diciendo que hay que ir a Galilea física, sino que nuestra Galilea se encuentra en nuestra sed y hambre de buscar la Palabra originaria, tal y como la proclamó Jesús por aquella región de Galilea. Buscarla en las Obras con las que Jesús daba respuesta a su Palabra, su coherencia de Palabra y Vida, y en, con y por los hermanos, donde podemos hacer presente ese Amor del que Jesús nos habla.
Por eso, desde ahí la pedimos y desde ahí corremos, injertados en el Espíritu Santo, a buscarla, a encontrarla y a suplicarla. Esa fe que el mismo Jesús nos tiende abriéndonos sus Manos y enseñándonos sus llagas y dejándonos meter nuestros dedos en su costado.
No busquemos donde no se encuentra ni donde no está. Busquémosle en su Palabra. Una Palabra que se hace vida y se transforma en las Obras de Misericordia: corporales y espirituales, porque ahí tendrás muchas oportunidades de abrazarle y de manifestarle tu fe y tu amor. Amén.
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