¿De qué me vale ganar este mundo si pierdo el verdadero y eterno. Estas palabras están escrita en la Sagrada Escritura -Mc 8, 35-36-, pero también dentro de tu corazón. Y es que todos los hombres buscan esa felicidad eterna. Porque, la felicidad que conseguimos en este mundo, a parte de no llenarnos de una manera plena, es una felicidad pasajera y efímera. El hombre busca un gozo y felicidad pleno y eterno.
Y, dentro de su corazón, está escrito esa Ley que le anuncia y le descubre el Reino de los Cielos. Jesús lo descubre, en parábolas, en el Evangelio de hoy: «El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza que tomó un hombre y lo sembró en su campo. Es ciertamente más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol, hasta el punto de que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas».
Colma todas nuestras aspiraciones, y eso se descubre en la simbología metafórica con la llegada de las aves del cielo a anidar en sus ramas. Porque, quien se establece y anida es porque está feliz. Y, porque en las alturas está nuestro destino, altura de miras, que buscan la santidad como meta de santificación y semejanza con el Primogénito, enviado por el Padre Dios, nuestro Señor Jesucristo.
Mirar hacia abajo significa resignación, sometimiento y esclavitud. Levantar la mirada significa dignidad, acogida y reconocimiento de gozo y alegría por descubrir la alta dignidad de ser hijo de Dios. Y esa es nuestra meta, que, pasando por la Cruz, y compartiéndola con el Señor, aspirramos a la más alta dignidad de la naturaleza humana, la de ser hijo adoptivo de Dios y coheredero de su Gloria -Rm 8, 14-17- por los méritos de nuestro Señor Jesucristo.
Danos, Padre, la Gracia de alcanzar la meta para la que hemos sido creados, renunciando, para ello, a todo aquello que se interponga en nuestro camino apartándome del Reino de los Cielos. Amén.
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