Es verdad que los hombres de hoy miran más por la salud corporal que la espiritual. Observas que los gimnasios y las salas terapéuticas están llenas. Observas que las avenidas, preparadas para caminar y correr, son frecuentadas por mucha gente, de todas las edades, que dedican horas de ejercicios diarios con el fin de conservar su salud. La salud es cosa muy importante.
Sin embargo, no ocurre lo mismo con la salud espiritual. A lo más, algunos dedican tiempo a relajarse mentalmente y a hacer ejercicios que les libere de energías y les dé paz. Son menos, en proporción con los habitantes del mundo, que descubren los valores espirituales y los ponen en lugar privilegiado en sus vidas dedicándoles seria atención. Realmente, el alma es lo más importante y lo que realmente hay que salvar. Y eso no consiste en ejercicios, al menos físicos, sino en una actitud de hacer el bien.
Diríamos que hacer el bien es amar. Porque el amor es aquella intención que busca el bien del otro. Sea amigo o enemigo. Es ahí donde se esconde el secreto. Amar no es responder a aquel que te ama, sino darte y corresponder gratuitamente a aquellos que, amándote o no, son objetos de tu amor. Y eso sólo lo puedes comprender desde un encuentro con Jesús de Nazaret. El mismo que, al verse con aquel paralítico delante de sí mismo, su primera intención fue perdonarles sus pecados. Porque es así como se gana la verdadera y eterna salud, la Vida.
También nos cura, transitoriamente, nuestra salud corporal, y ante la sorpresa de aquellos hombres que esperaban la salud del paralítico, Jesús le cura también su parálisis. Pidamos al Señor que nos cure nuestras parálisis. La parálisis de la fe, de la incredulidad, de la ceguera, de la materialidad, de la carne y tantas otras que nos impide verle y seguirle.
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