El Bautismo nos limpia, pero en el camino, volvemos a embadurnarnos de polvo y tierra. La travesía nunca nos dejará impolutos y siempre estaremos, hasta en el mejor de los casos, tentados y amenazados de mancharnos. Estamos heridos y sometidos a las leyes naturales. Sentimos sed y hambre. Y no sólo de alimentos, sino de pasiones, deseos impuros y egoísmos. En resumen, somos pecadores.
Y eso ya lo sabemos, pues el Señor nos lo repite muchas veces. Él no ha venido a salvar a los impolutos y buenos; a los sabios y poderosos; a los que nada necesitan. Él ha venido a salvar a los pobres, a los humildes, a los que se reconocen manchados, imperfectos, pecadores. Y, si nosotros, tú que lees estas sencillas letras, te reconoces pecador, estás en el buen camino, y eres de los que busca el Señor Jesús.
Porque, Jesús, nuestro Señor, ha venido, enviado por su Padre, a buscar y salvar a los pecadores. Es decir, a ti y a mí, y a todos los que se incluyan dentro de ese espectro de pobreza y necesidad de quedar limpio y salvado. Por eso, el Señor ha dejado tablas de salvación. La Penitencia, para que cada vez que se levanta la tempestad, tú y yo, acudamos a la confesión y, humillados ante el Señor, recibamos la limpieza de todos nuestros errores, egoísmos y pecados.
Es como llamarlo a Él y decirle: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!». Y, sabiendo que ya no iba a estar físicamente presente entre nosotros, se ha quedado Sacramentalmente, bajo las especies de Pan y Vino, para alimentarnos, para fortalecernos, para decirnos: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?».
Fiémonos de su Palabra; confiemos en su Palabra; perseveremos en su Palabra. Jesús es nuestro Camino, nuestra Verdad y nuestra Vida. Y en, con y por Él ninguna tempestad podrá arrebatarnos ni alejarnos de su presencia. Porque Él nos llevará al verdadero paraíso que todos buscamos y anhelamos: La Gloria Eterna. Pidamos esa Gracia. Amén.
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