Los primeros amores son auténticos, pues en ellos no hay malicia ni siquiera pasión. Son amores bañados de pureza, de buenas intenciones, de sencillez y humildad. Son amores que nacen de unos corazones puros, sencillos y cargados de naturalidad y buenos deseos. Son corazones jóvenes, confiados, de niños que permanecen suaves, buenos, blandos, bondadosos y humildes. Son corazones a los que nos gustaría volver.
Sin embargo, ocurre que con la vida nuestro corazón se endurece y pierde toda su frescura hasta el punto de volverse desconfiado e incrédulo. El mundo, demonio y carne son peligros y tentaciones que nos amenazan cada día y nos someten con cierta facilidad cuando nos presentamos ante ellos solos y contando con nuestras propias fuerzas. No debemos nunca hacer eso y, siempre, proceder como cuando eramos niños. Es decir, ir siempre de la mano de nuestros padres.
También ahora debemos proceder de la misma manera. Ahora y siempre, es decir, no andar por el mundo y sus peligros solos sino siempre ir agarrados e injertados en el Espíritu Santo. Nuestro Padre Dios nos protege y nos acompaña. ´No debemos apartarnos de Él para preservarnos del peligro y de las posibles amenazas y acecho de las tentaciones.
Pidamos al Espíritu Santo, recibido en la hora de nuestro bautismo, que nos dé la fortaleza y la Gracia de sostenernos ante las malas inclinaciones y tentaciones que el mundo, demonio y carne nos presenta. Pidamos que nuestros corazones sean unos corazones sencillos, humildes y confiados en la Palabra de Dios y dispuestos a creer.
Pidamos que nuestra fe sea una fe confiada, firme, entregada y disponible a servir por amor a los demás. Pidamos ser y tener un corazón de niño para de esa forma acoger el Reino de Dios según su Voluntad. Amén.
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