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Señor, Señor. No puedo más.
Vengo de una larga noche;
estoy saliendo de las aguas saladas.
Ten piedad.
La soledad es una alta muralla
que me cierra todos los horizontes.
Levanto los ojos y no veo nada.
Mis hermanos me dieron la espalda
y se fueron. Todos se fueron.
Mi compañía es la soledad;
mi alimento la angustia.
No quedan rosas. Todo es luto.
¿Dónde estás, Padre mío?
Una cruel agonía se me ha detenido, congelada,
en lo hondo de las entrañas.
Dame la mano, Padre; apriétamela;
sácame de este negro calabozo.
No me cierres la puerta, por favor, que estoy solo.
¿Por qué callas? Mis gritos llenaron la noche,
pero Tú permaneces sordo y mudo.
Despierta, Padre mío.
Dame una señal, siquiera una, de que vives,
de que me amas, de que estás aquí, ahora, conmigo.
Mira que el miedo y la noche
me rondan como fieras,
y sólo me quedas Tú, como única defensa
y baluarte.
Pero yo sé que la aurora volverá,
y me consolarás de nuevo,
como una madre consuela a su niño pequeño;
y la armonía cubrirá los horizontes,
y ríos de consolación correrán por mis venas.
Regresarán mis hermanos a mi presencia,
y habrá de nuevo espigas y estrellas;
el aire se henchirá de alegría
y la noche de canciones,
y mi alma cantará eternamente tu misericordia,
porque me has consolado.
Gracias, Padre mío. Amén.
Del libro "Encuentro" del Padre Larrañaga
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