Un hombre, perseguido violentamente, se pone bajo la protección de Dios, a fin de que lo libre de sus perseguidores. "El orante se halla en peligro de ser condenado a muerte: un castigo que sus enemigos quieren que caiga sobre él" (H. Schmilt).
¿Estamos muchos de nosotros en esa situación? ¿Somos perseguidos? Observamos que hoy la Iglesia sigue siendo perseguida igual que lo fue en sus comienzos. Muchos cristianos sufren violencia hasta la muerte, y otros sufrimos una violencia fría escondida en una actitud de destruir nuestra fe.
Quizás no estamos violentamente amenazados, pero sufrimos el acoso de los apegos, de los hábitos que desencarna la presencia de Dios, de las normas que nos aleja del rostro de Dios. La familia, lugar sagrado donde nace y se cultiva nuestra fe, está amenazada. Por eso, conviene elevar la mirada y, con el salmista, hablar con el Señor.
Señor, escucha mi oración;
tú, que eres fiel, atiende a mi súplica;
tú, que eres justo, escúchame.
No llames a juicio a tu siervo,
pues ningún hombre vivo es inocente frente a ti.
El enemigo me persigue a muerte,
empuja mi vida al sepulcro,
me confina a las tinieblas
como a los muertos ya olvidados.
Mi aliento desfallece,
mi corazón dentro de mí está yerto.
Recuerdo los tiempos antiguos,
medito todas tus acciones,
considero las obras de tus manos
y extiendo mis brazos hacia ti:
tengo sed de ti como tierra reseca.
Escúchame en seguida, Señor,
que me falta el aliento.
No me escondas tu rostro,
igual que a los que bajan a la fosa.
En la mañana hazme escuchar tu gracia,
ya que confío en ti.
Indícame el camino que he de seguir,
pues levanto mi alma a ti.
Líbrame del enemigo, Señor,
que me refugio en ti.
Enséñame a cumplir tu voluntad,
ya que tú eres mi Dios.
Tú espíritu, que es bueno,
me guíe por tierra llana.
Por tu nombre, Señor, consérvame vivo;
por tu clemencia, sácame de la angustia.
Gloria al Padre y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre,
Por los siglos de los siglos. Amén.
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