En muchos momentos de nuestra vida y en diversas situaciones, pensamos que somos mejores que otros. La parábola del fariseo y publicano está representada en muchas circunstancias de nuestra vida. Pensamos que las Palabras de Jesús, el Señor, no son para nosotros sino para los otros. Los que posiblemente son malos y pecadores, pero nosotros, aunque nos llamamos pecadores no nos lo creemos.
Cuando decimos que el Señor viene para salvar a los pecadores, nos estamos refiriendo a eso, a lo verdaderos pecadores. Y entre esos estamos también tú y también yo. Y cuando alguien quiere acercarse al Señor, aunque equivocadamente y sin estar preparado, ¿ qué pensamos que haría Jesús? ¿Le manda a que vuelva otro día debidamente preparado? Supongo que la respuesta todos la sabemos.
Jesús se acerca, y quizás llora con esa persona, como lo hizo por Jerusalén. Llora por sus pecados y por su obstinación de no arrepentirse y no abrirse a su perdón. Pero, Jesús se acerca y trata de consolarle y de moverle a que se arrepienta y se convierta. No puede ser de otra manera, porque ha venido para eso. Así lo ha hecho con todos, con los leprosos, incluso con aquellos que no volvieron ni a dar las gracias; con el centurión y hasta con el buen ladrón.
Jesús se hace comida para todos, y se parte para todos. Incluso para aquellos que consideramos nosotros que estar más preparados. No cabe ninguna duda que haciendo esta reflexión y mirándome bien, me siento más fariseo que publicano, más dentro de Jerusalén que afuera, más necesitado de perdón que limpio, y sobre todo más deseoso de abajarme y humillarme, porque quizás, creyéndome más preparado, lo estoy menos que aquellos que, bajo sus ignorancia y esclavitudes, descubren y experimentan el deseo de acercarse al Señor.
Por eso, Señor, sintiéndome pobre, pecador, avergonzado, pequeño y miserable, te pido perdón y te ruego que transformes este corazón, todavía de piedra, en un corazón tierno, fuerte, suave y misericordioso como el Tuyo. Amén.
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