Podemos pensar que esa persona se ha curado o que esto se ha solucionado por casualidad, porque cuando nos cerramos a la fe nada sucede por obra de Dios. Podemos ver hasta a un resucitado, pero, como en la parábola del rico epulón, Lc 16, 31, sino oyen a Moisés y los profetas, tampoco se convencerán aunque un muerto resucite.
La fe necesita una tierra humilde, capaz de estar dispuesta a morir para dar frutos. Una tierra sembrada con el agua de amor, transparente, sin dobleces e hipocresías y dispuesta a abrir los ojos a la verdad. Supongo que aquel centurión, que amaba a su siervo, estaba lleno de esa clase de tierra, y sólo bastaba un paso para abrirse a la fe. ¿Cómo queremos ver si no tomamos las gafas que necesitamos?
La fe necesita un cuidado, una preparación y también un tiempo de espera. No nace la semilla enseguida, y menos aún, da frutos. Necesita tiempo y cuidados. La fe necesita amor, porque cuando se ama se aviva, pues me atrevería a decir que la fe nace del amor. Porque cuando se ama te comprometes, por amor, por los demás. Tal es el caso del que nos habla hoy el Evangelio. El centurión se comprometió por amor en sanar a su siervo, y, claro, llega al encuentro con Jesús, el único Médico que sana el cuerpo y el alma.
Por eso, pidamos al Señor que aumente nuestra fe, porque también aumentará nuestro amor por los demás. Pidamos al Señor que aumente nuestra entrega, nuestra disponibilidad al servicio, nuestros deseos y acciones solidarias y, en definitiva, que aumente nuestro amor, porque eso es lo que realmente es amar.
Y no tengamos prisa, porque para el Señor no hay prisas. Puede ocurrir que esas prisas sea la prueba de tu amor y fe en el Señor. Él lo puede todo y es dueño del tiempo y del espacio. Y toda una vida, un instante para Él. Como buen Padre, que nos ha creado por amor, también nos dará aquello que necesitamos para que también nosotros avivemos el amor. Amor que es fuente de felicidad y eternidad. Precisamente lo que todo hombre busca. Amén.
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