Nuestra experiencia avala lo que nos dice Jesús. Nos resulta difícil ser reconocidos en nuestros ambientes. Nos resulta difícil convivir con nuestros paisanos y adquirir un cierto prestigio. Sorprendentemente son mejor acogidos los extraños y desconocidos. Los del pueblo o ciudad tienen la etiqueta de que sus orígenes son conocidos, y eso marca su trabajo.
Nadie discute el adagio: "Nadie es profeta en su tierra", y la experiencia de nuestro Señor así lo descubre. Supongo que los que lean esta humilde reflexión están de acuerdo en esta sentencia. Somos valorados allende de los mares más que en nuestra propia tierra. ¿Por qué? esa es la pregunta del millón. Quizás por la cercanía, porque nos conocen y eso marca nuestro trabajo. Un síntoma que puede ayudarnos a comprender es descubrir que cuando oímos a alguien preguntamos por sus orígenes y títulos.
Supongamos que oímos a una persona que nos cautiva y luego conocemos que es un simple empleado, carpintero u otro oficio. Que no tiene ningún título y apenas ha terminado la educación primaria. Seguramente ya no nos parecería tan cautivador su discurso y no le daríamos tanto valor. Lo bueno es descubrir nuestras limitaciones, nuestros defectos, fallos y pecados. Y esforzarnos en ponerle remedio. Frenar nuestra lengua para no matar con ella el honor y el prestigio de otras personas. Porque no sólo matamos con armas y quitando la vida, sino también cuando desprestigiamos y laceramos el honor de las personas.
Padre nuestro, Tú que nos quieres tanto, que nos ama hasta la locura de entregar a tu Hijo predilecto y amado a una muerte de escarnio y cruz, danos la fortaleza de saber frenar nuestras pasiones y desenfrenos. Mantenernos siempre equilibrados y en la verdad viviendo en la justicia y el respeto a los demás. Y dominar nuestra lengua para no herir en el honor y prestigio a otras personas, valorando su profesionalidad y su trabajo. Amén.
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