Nuestras palabras no siempre van en sintonía con nuestras obras. Decimos esto, pero cumplimos lo otro. Experimentamos que nos cuesta y que no nos es fácil ajustar la palabra y la vida. Eso, por experiencias compartidas, lo hemos experimentado todos. Incluso, aquellos que cumplen y se ajustan a lo que dicen, porque han experimentado lo que cuesta, duele y exige.
El Evangelio de hoy es un ejemplo. A pesar de la íntima confesión de Jesús, aunque presenta rasgos trágicos y duros, debe de llenarnos más de alegría y esperanza, que de desesperación y tristeza. Sí, puede dejarnos algo perplejos, desorientados, confusos, pues cuesta creer que el Señor tenga que pasar por ese camino de Cruz y Muerte. Más, siendo condenado a una muerte ignominiosa, donde la cruz era la condena excluyente y propia de los forajidos y miserables.
Pero, con una fuerza desbordante de saberlo triunfante y Resucitado. Porque, les confiesa que al tercer día Resucitará. Y eso puede con todo. Eso enciende el fuego de la esperanza que, como volcán en erupción, derrama y exulta alegría y esperanza. Al menos, nosotros ahora, que lo sabemos por el testimonio de la Iglesia, que nos transmite su Palabra y su Vida.
Y esa fue la fuerza que les llenó de fortaleza y esperanza en entregarse, por la acción del Espíritu Santo, a proclamar la Palabra que habían recibido del Señor. Y la fuerza que les impulsó a dar ejemplo y testimonio de la Palabra heredada que, a través de nuestra Madre, la Santa Iglesia, nos llega y alecciona a cumplir con nuestros compromisos sociales y cívicos, tal y como nuestro Señor Jesús nos enseña en el Evangelio de hoy.
Tratemos de imitarle llenos de esperanza y alegría, sabiendo que el final será la Resurrección. Porque esa es la promesa que hemos recibido. Resucitaremos con y por Él, para Gloria de Dios Padre. Lejos de entristecernos, pidamos luz, valor y voluntad para cumplir con nuestros compromisos y tener nuestro corazón centrado en el Señor. Porque, Él es nuestro Camino, nuestra Verdad y nuestra Vida. Amén.
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