A veces no entendemos la Palabra de Dios, y, por eso nos resulta extraña o contraria a lo que sentimos. Es verdad que morir a nadie le gusta, pero, también es verdad que, si no nos gusta morir es porque queremos vivir. Y de eso se trata. La vida no se consigue como nosotros pensamos, y menos en el mundo. Todo lo que aquí puedas conseguir no te valdrá para nada, porque al final perderás también la vida.
Eso es lo que nos dice la Palabra de Dios en el Evangelio de hoy: «En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará». Es breve, pero muy profunda y muy clara.
Morir significa el esfuerzo constante en olvidarte de ti. Olvidarte de tus éxitos, de tu fama, de tus comodidades, de tus proyectos mundanos, de tu ocio, de tu descanso, de tu vida, para darte en servicio y dedicación a buscar el bien de los demás. ¿Es difícil? Yo diría que imposible. Nuestra naturaleza humana está herida y tentada a buscar todo eso que queremos olvidar y dejar, y se nos hace cuesta arriba. Por eso, solos, olvidate de la batalla. Está perdida.
Necesitamos al Señor, estar a su lado y donde Él está. ¿Dónde está Él, nos preguntamos? Pues en esos que tratamos de servir. Y para eso dejamos nuestro tiempo y todo lo que hemos dicho de dejar antes. Entonces la cosa tiene ya otro sentido y otra esperanza. Y, estando el Señor, nos resultará más fácil y llevadero. Posiblemente, caeremos muchas veces; posiblemente, seremos vencidos por el pecado, pero siempre tendremos la oportunidad de levantarnos y de seguir el camino detrás de Jesús.
Con Él iremos perfeccionándonos y, por su Gracia, llegaremos a resistirnos y a vencer al pecado. Si, Señor, yo quiero también morir para dar frutos. Esos frutos que Tú esperas de mí.
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