Yo, Señor, también tengo un hijo enfermo. Y no sé qué hacer, ni tampoco a quien llevárselo. Tus sacerdotes y discípulos no encuentran la manera de curarlo. Quizás su cura necesita otro tipo de oraciones, o sea un camino que haya que recorrer y soportar. No lo sé, Señor, y por eso recurro a Ti como ese padre del Evangelio de hoy.
Nosotros no somos mejores que nuestros hijos. No podemos darle ejemplos porque hemos cometidos los mismos pecados que ellos. O, dicho de otro modo, quizás se los hemos transmitidos. Posiblemente, estemos pagando las consecuencias. Sin embargo, Señor, te pedimos por ellos. También por nosotros. Todos, padres e hijos necesitamos tu Gracia para enmendar nuestras vidas y limpiar nuestros corazones de todo vicio y pecado.
Quizás, nosotros, ya mayores, hemos experimentados estas tentaciones e inclinaciones propias de la juventud, y, aunque nos confesamos pecadores, hemos superado humildemente esas etapas difíciles de nuestras vidas por la Gracia del Espíritu. No por ello estamos exentos de caer en ellas, pero nos sentimos más fuertes y seguros por la asistencia del Espíritu Santo y nuestro abandono en sus Manos.
Quizás ellos se sientan más atrevidos, más seguros de sí mismo, más autosuficientes, menos necesitados de ayuda. Más osados y soberbios. Más, Señor, ciegos y obstinados. Ábreles sus mentes y llénalos de luz, porque, posiblemente, estén cogidos por el Maligno que les confunden, les presenta el vicio, el deseo y les somete. Les llenas de razones humanas que son espejismos de felicidad y mentiras, y que, ya sin fuerzas y débilmente esclavizados, les presenta la realidad y el vacío donde han caído.
¡Señor, sálvalos e ilumínalos, para que se den cuenta de la trampa en la que están cayendo y libéralos de ese mundo que trata de esclavizarlos; de esa carne que les debilita y somete, y de ese demonio que les engaña con las cosas caducas que les satisfacen, pero que están vacías y huecas. ¡Señor, escucha nuestra desesperada petición y apártalos de esa ocasión de pecados! Amén.
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