Sí, yo quiero y aspiro a tener una fe como la de aquel centurión. Y para ello cuento contigo, Señor. Y digo que cuento contigo, Señor, porque yo sólo nunca podré. La fe es un don Tuyo, y para tenerla necesito pedírtela y esperar pacientemente que Tú, Señor, quieras dármela.
Porque, Tú eres justo, Señor, y lo que decidas y hagas estará bien. Por eso, pacientemente, me postro a tus pies, y como aquel centurión, manifiesto mi demérito para ser merecedor de ese don gratuito que Tú, Dios mío, me puedas dar. Pero, a pesar de que mis palabras brotan como empujadas por el Espíritu, quiero sentirlas en lo más profundo de mi ser y experimentarlas en mi corazón.
Dame, Señor, esa confianza e inocencia de experimentar la pureza de la fe. Esa intención pura. bien intencionada y buena de creer en tu Poder y tu Amor. Sé que eso no está a mi alcance si no es por tu Amor y Misericordia. Sé, Señor, que todo depende de Ti y que todo está en tus Manos. Por eso, como ese centurión del Evangelio, yo también me siento indigno de que entres en mi, y que sólo una Palabra tuya bastará para transformarme y llenar mi humilde y pobre corazón de fe.
He reflexionado mucho sobre este Evangelio. Lo he leído muchas veces y también oído en homilías, pero, ¿realmente mi fe ha aumentado? No lo sé, Señor. Y eso me preocupa. Quizás haya aumentado y no lo note, por eso, mi petición va dirigida a que me la aumentes, que me hagas crecer en fe, Señor, hasta el punto de experimentar y sentirte cerca y dentro de mí.
A extrañarte si Tú no eres lo primero en mi vida. A experimentar desorientación, sin sentido, desconcierto si Tú faltas en mi vida. A sentirme sin rumbo, perdido y vacío si tu presencia se aleja de mí. Dame, Señor, la Gracia de saberte y descubrirte siempre cerca, a mi lado, sabiendo que con y en Ti nada tengo que temer, porque Tú me salvas de todos los peligros y me llevas contigo a la Vida Eterna. Gracias, Señor.
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