No podemos confundirnos ni limitarnos con preceptos y normas. No se trata de frotar unas espigas y comerse el grano un día de sábado, sino de ofrecer tu vida por el bien de los demás por amor. Habrá que discernir y saber elegir el bien superior para provechos y beneficio del hombre según la Voluntad de Dios, no de los preceptos del hombre. Jesús es el Señor del sábado, dueños de hacer lo que quiere, y siempre porque nos ama profundamente hará el bien del hombre.
La fe no se compra, ni tampoco se adquiere con las prácticas. La fe es un don de Dios. La oración puede ayudarnos como herramienta para pedirla. Y la paciencia, nuestra paciencia, debe ayudarnos a saber esperar el momento o la hora a la que el Señor quiere abrirnos la mente e inundarnos el corazón de su Gracia. Pidamos con insistencia y perseverancia el don de la fe.
No podemos reducir la fe a unas prácticas, sino a un estilo de vida. Un estilo que tiene una referencia en Jesús, el Señor. Tener la fe es vivir en el esfuerzo diario de amar como Él nos ama, y eso implica ser generoso y misericordioso. Sería pobre y sin sentido reducir nuestro deseo de salvación a un mero cumplimiento de prácticas y normas. Eso sería muy fácil, cuestión de hábitos. ¡No!, se trata de un despojo. Despojo que empieza en el Bautismo y continúa en la Eucaristía y confirmación.
Un despojo del hombre viejo, sensual, hedonista y egoísta, para convertirse en el hombre nuevo, renovado y amoroso, bañado por la Gracia del Bautismo y la asistencia del Espíritu Santo. Abierto a la caridad y Misericordia de Dios. De eso se trata, lejos de prácticas y normas que, siendo necesarias, no constituyen el centro y la sustancia fundamental de la fe.
Pidamos que nuestra fe, no sólo aumente cada día, sino que como resultado de una experiencia vital y encuentro con el Señor, vaya transformando nuestros corazones de piedras en corazones de carnes, por la Gracia de Dios. Amén.
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