Con su resurrección, nuestro Señor Jesucristo convirtió en glorioso el día que su muerte había hecho luctuoso. Por eso, trayendo solemnemente a la memoria ambos momentos, permanezcamos en vela recordando su muerte y alegrémonos acogiendo su resurrección.
Ésta es nuestra fiesta anual y nuestra Pascua; no ya en figura, como lo fue para el pueblo antiguo, mediante el degüello de un cordero1, sino realizada, como para el pueblo nuevo, mediante el sacrificio del Salvador, pues Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado2, y lo antiguo ha pasado, y he aquí que todo ha sido hecho nuevo3.
Si lloramos es sólo porque nos oprime el peso de nuestros pecados y si nos alegramos es porque nos ha justificado su gracia, pues fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación4. Llorando lo primero y gozándonos de lo segundo, estamos llenos de alegría. No dejamos que pase inadvertido con olvido ingrato, sino que celebramos con agradecido recuerdo lo que por nuestra causa y en beneficio nuestro tuvo lugar: tanto el acontecimiento triste como el anticipo gozoso.
Permanezcamos en vela, pues, amadísimos, puesto que la sepultura de Cristo se prolongó hasta esta noche, para que en esta misma noche tuviera lugar la resurrección de la carne que entonces, cuando estaba en el madero, fue objeto de burlas y ahora es adorada en cielo y tierra.
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