No resulta difícil ver los fallos y errores de otro, e incluso sus debilidades y pecados. Ni tampoco nos es muy difícil juzgarlos y hasta condenarlos. Cuando no me atañe a mí, las cosas de los otros no me resultan difícil juzgarlas y condenarlas.
Sin embargo, con un simple acto de lugar, todo puede cambiar. Simplemente, poniéndonos en su lugar vemos las cosas de otra manera, y hasta las llegamos a comprender. No hay mejor remedio que experimentar tus propios pecados. Porque todos somos pecadores. Ese es el primer punto de partida.
Así ocurrió con aquella mujer sorprendida en adulterio. Queriéndola condenar todos aquellos, quedaron sorprendidos ante el reto de mirarse ellos también. Y resultó que nadie se atrevió a levantar la mano contra aquella mujer, porque se vieron retratado como pecadores y posibles condenados, también por ellos mismos. Así que, en silencio, se fueron retirando uno a uno, empezando, dicen, por los más viejos. Es decir, por los que precisamente tendrían más pecados.
¡Señor!, danos la sabiduría y humildad de reconocernos pecadores, y de no atrevernos a juzgar a nadie. Porque un pecador no es digno de juzgar a otro pecador. Sólo Tú, Señor, que eres infinitamente Bueno y Misericordioso, sin mancha de pecado alguno, eres digno de juzgar nuestras vidas.
Y, a Ti, como ocurrió con la mujer adultera, te pedimos clemencia y perdón por todos nuestros pecados. Amén.
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