Todos llevamos un tesoro, un tesoro que debemos, queramos o no, encontrar. Y lo buscamos, aunque muchos no somos conscientes de esa búsqueda. Lo podemo ver en las carreras que llevamos y a las que nos sometemos a cada instante de nuestra vida. Asomados a la ventana, contemplamos un mundo en activa ebullición. Enjambres de coches, de personas que suben y bajan, que van de un lado para otros sin parar hasta colapsar el tráfico y hacer hasta molestoso el transitar por las calles de la ciudad.
¿A dónde vamos? ¿Por qué corremos? ¿Qué buscamos? ¿Por qué tanta prisa y tanta desesperación? Sin saber bien el por qué nos encontramos metidos en ese torbellino espiral que nos exige dar y dar vueltas cada día sin parar. Y todo efecto tiene su causa. Posiblemente buscamos algo, pero no sabemos bien qué es. Sin embargo, la evidencia es esa y no la podemos negar.
Si nos paramos un momento y nos preguntamos, quizás podamos encontrar respuestas. Supongo que buscamos bienestar. Coincidimos con ese paralítico del Evangelio de hoy que buscaba remedio a su parálisis y que pensó en Jesús como solución. Había oído que Jesús tenía poder para curar. Nosotros también buscamos soluciones para nuestros males, pero, o no hemos oído nada, o no conocemos bien a ese Jesús que nos sigue hablando, o no nos interesa. Y quizás te habla en este momento a través de estas humildes palabras y de este pobre siervo.
Sí, buscamos bienestar, es decir, vivir con cierta calidad que nos dé felicidad. Pero también buscamos estar bien por dentro, es decir, en lo más profundo de nuestro corazón. No queremos vivir con remordimientos y, del mal que hemos hecho, ¿quién no ha roto un plato?, queremos arrepentirnos y buscar perdón. Tampoco, quizás, hayamos oído de Alguien que perdone, o, quizás, no le conocemos, o bien, no nos interesa.
Puede ocurrirnos como a aquellos que llevaron el paralítico a Jesús y se sorprendieron cuando, Jesús, le perdonó primero sus pecados. Y ante el estupor de los presentes les invito a pensar sobre lo que era más difícil, perdonar los pecados que no se ve, o sanarle de la parálisis que está a la vista de todos. Sabemos lo que ocurrió (Mt 9, 1-8). Pero quizás no sepas lo que te ocurre a ti.
Sería bueno pedirle al Señor que nos alumbre y nos dé la sabiduría de entenderle y de darnos cuenta que estamos salvados del peligro del pecado si, como el paralítico, nos ponemos en sus brazos y buscamos vivir en su presencia. Pidamos esa Gracia en el Espíritu Santo. Amén.
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